Camino con el Ipod escuchando Provincia de El tronador, llego tarde a mi primera clase de historia del arte en el IUNA. La niebla opaca toda la ciudad, al sur la autopista se aclara. Es 2012 y es la época en la que vamos todas las semanas a recitales de bandas indie, con vestidos de muñecas y el flequillo corto desprolijo. Cuando llego al aula me saco los auriculares y observo a la profesora que es, para mi sorpresa, Mene Savasta, integrante de la banda que sonaba en mis auriculares. Me siento adelante de todo y gesticulo sorprendida, me reconoce de tantos recitales en primera fila. Asiente con la cabeza y continúa la clase.
Es 2024 y el gobierno nacional quiere desfinanciar la Universidad Pública y la cultura. Asisto a una marcha universitaria histórica. Mis 20 años y las épocas de estudiante retumban fuerte adentro. Ese mismo día Mene publica una foto sobre un evento de música experimental en donde va a participar, algo me dice que tengo que ir. Es Cero Horas en Sala de Máquinas.
Esperamos en la puerta de un edificio en el microcentro de la ciudad, son los primeros fríos de otoño. Como nunca, llego temprano. Hay niñas, extranjeros, profesores, gente más grande y gente más joven. Bajamos unas escaleras y entramos a la sala que es un rectángulo amplio con columnas y piso silencioso de madera. Los instrumentos están dispuestos en círculo en el centro del espacio. Reconozco un teclado, una trompeta, una guitarra, un bajo y un sintetizador. El resto de los instrumentos no los puedo descifrar. Me llama la atención uno que parece una caja registradora pero diseñada por un niño que vive dentro de un árbol de la ciudad: es cuadrado, de madera oscura con resortes metálicos que sobresalen como saltando como diciendo “acá estoy” y tiene botones opacos y manijas despintadas. Veo el espacio como una gran sala de juegos. Entre las niñas que corren y gente que fuma y toma algo, Lu Rizzo, música e impulsora del evento se para con una libreta pequeña en el medio de la ronda de juegos para llamar a los primeros músicos. La cuestión es así: ella tiene anotadas distintas combinaciones de músicxs que varían entre duplas hasta cuartetos, una vez convocados, los artistas ingresan a la ronda y tienen 10 minutos para improvisar una pieza musical. Eso se va a repetir unas cuantas veces.
La luz se apaga y prende como invocando a las sombras a ser parte del ritual sonoro que empieza a envolvernos y que ocurre al ras del suelo. Patitos saltando, un idioma inventado, pelotas que ruedan cerca, platillos, cuerdas que se rompen, campanas suaves. Lxs músicxs tienen que animarse a aparecer, saltar al vacío/silencio, pero también deben saber intuir la llegada del final. Percibo que cada artista tiene una relación muy íntima con su instrumento y está muy comprometido con su juego, pero que a la vez lo colectivo es lo que sostiene la pieza. Pequeños universos que se entremezclan y dialogan. Parecido a lo que pasa en una manifestación, cuando arranca un canto en el que todos nos vamos sumando con nuestra voz, con nuestra presencia, y que también vamos callando intuitivamente. La verdad de los artistas y la escucha de los espectadores es parte clave del espectáculo. Las niñas curiosas entran en hipnosis y en su parque de diversiones, se duermen. Hay algo relajante, misterioso y desordenado dando vueltas, como una especie de anti trama que nos mantiene alertas y de la que somos parte. Como subirse a una montaña rusa de gritos prohibidos. El ruido del carro que anda filoso, una vibración constante en las piernas y el viento seco golpeando en tu oído.
Menciono a los músicos brillantes que estuvieron en los controles de mi viaje:
Luciana Rizzo (Objetos), Constanza Pellicci (Voz), Berenice Llorens (Guitarra eléctrica), Marti Vijnovich (Percusión), Mene Savasta (Sintetizador), Maq (Samples), Fran Cossavella (Bombo expandido), Lucre Frassetto (Trompeta y Cajita), Hernán Hayet (Bajo).